sábado, 27 de marzo de 2010

Amor de sirena

A la ninfa de mis sueños marinos


Tu silencio busco, busco tu mirar.

Me pierdo en tu pelo, primaveral flor.

Esos labios tersos bellos como el mar

me besan, sirena, y escapo al dolor.


Mi lengua en tus senos. Un sabor a sal

despierta mi boca salvaje, loca

de deseo y ebria de savia inmortal.

Son olas, ninfa, tus curvas; tu boca,


un hermoso lienzo de extasiado dios.

Son peces mis dedos, que desean beber

del eterno elixir de tu dulce voz.


Grande sea la dicha, ¡oh tierna mujer!,

del febril errante que acercarse a vos

el hado conceda. Volverá a nacer.

martes, 16 de marzo de 2010

jueves, 4 de marzo de 2010

De amores fugaces

“Ese día me había puesto mi vestidito negro, ese que tanto me gusta y que cosí con mis propias manos durante mi convalecencia, y había adornado mi pelo con un sombrero que me regaló, desesperado, un pretendiente demasiado vulnerable, demasiado débil, del que quedó el sombrero pero no el recuerdo. Había estado todo el día en casa, deambulando por ahí, oyendo a mamá gritar como loca que arreglara mi cuarto y que hiciera algo útil, yo sin prestarle mucha atención le gritaba también, más divertida que rabiosa, ‘estoy en vacaciones, nadie me puede obligar a hacer nada’, y seguía deambulando por la casa, bailando al son del tocadiscos que encendí a todo volumen, girando y girando, cerrando mis ojos y pensando en las estrellas y en mis gatos que se han perdido pero que sé que aún dan pasos por ahí. Y algo impetuosa, aburrida de mi madre y de los muebles y de la quietud y la monotonía, cuando la tarde empezaba a madurar y a adquirir un tono anaranjado me levanté con la intención de salir y darme una vuelta. Tomé mi bolso y lo llené de todas esas cosas tan necesarias a la hora de andar por la calle, mi monedero, mi espejito, mi maquillaje, mi libretica de notas donde a veces escribo poemas y ahora utilizo para escribirte esta carta, todas esas pendejaditas cuya importancia ningún hombre podrá nunca entender, ni siquiera tú, a pesar de tu hermosura y tu porte, de tus manos finas, de tu espesa barba negra y tus ojos melancólicos. Tan solo quería dar una vuelta, vagar por la ciudad sin rumbo fijo, que mi mente y mi imaginación vagaran también sin un destino, buscando sacudir el aburrimiento de mi piel y de mi vientre. Y mientras terminaba de empacar me hice una promesa, ‘el primero que pase lo tomas sin siquiera mirar el letrero’, y cuando cerré la puerta de la casa, después de haberle escrito a mi madre una notita diciéndole cuánto la amo pero cuánto me exaspera a veces, estiré mi brazo y me subí a un autobús azul que en aquel preciso instante pasaba por allí, de esos que cuestan un poco más de lo normal, tú sabes de cuáles te hablo, pero no me importó, no quería incumplir mi promesa pues siempre recuerdo lo que decía mi abuelo, que cuando uno rompe las promesas que se hace a uno mismo algo terrible podría ocurrir, y aunque a veces dudo de ello no quería abandonar el juego ni tampoco comprobar en carne propia si era cierto. Ahora sé que fue la promesa más feliz de mi vida, porque la casualidad que aguarda a la esquina de la acera quiso hacer parte del juego que había inventado en mi cuarto, y fue entonces cuando subiste tú también al autobús, perdido, agitado y sudoroso bajo el sol agonizante. Pagaste con descuido, ni siquiera te preocupaste por las vueltas y tampoco te esforzaste mucho por buscar un lugar vacío para sentarte, moviendo con lentitud tu cabeza alrededor del bus con mirada ausente. Cuánto deseé que vinieras a mi lado. Me había impactado tu figura y tu aire distante, y esos ojos marrones y melancólicos, y esa mirada que no supe definir, tal vez ingenua, tal vez pueril, pero sobre todo enigmática. Eran las 5 de la tarde, lo sé porque quería que el recuerdo quedará incrustado en mi memoria con todo y hora, y siguiendo el juego de las casualidades asumí tu destino como el mío propio y me dejé guiar por ti hacia la aventura, ansiosa y secretamente emocionada. Y mientras llegabas a tu parada imaginé tu nombre e intenté hacerme una idea de tu vida y el por qué de esa mirada que me había cautivado y que sentía necesidad de descifrar. Y por andar en ensoñaciones casi no caigo en cuenta de que habías presionado el timbre y que te bajabas, y tuve que pararme con rapidez y correr con dificultad por el bus para bajarme yo también y no perderte de vista. Por fortuna tiraste algo sobre el andén, creo que fue tu billetera, y te viste obligado a parar por unos momentos, lo que solo me confirmó que las casualidades seguían de mi lado. Te vi entrar en ese café, pequeño y bonito, donde se escuchaba lo mejor del jazz y del blues del Mississippi, y esa elección por parte tuya me encantó y acrecentó mi curiosidad, ya de por sí palpitante. Parecías conocer de cerca al mesero por la forma confiada en que le hablabas, y escuché tu voz por primera vez, tan cálida, tan dulce, tan… misteriosa. Tú también podrías cantar, pensé, como aquellos negros que se paseaban por los altavoces del lugar en un conmovedor y colorido desfile. Yo tan solo atiné a pedir un cigarrillo y un tinto, el pretexto perfecto para seguir escuchando tu pausada voz profunda y seguir observándote con cierta distancia y disimulo. Yo fumaba con desinterés mi cigarrillo, ya iba por la mitad cuando te escuché decirle al mesero que mañana pasabas temprano, ‘a ver si por fin le devuelvo el disco que me prestó y le pago el dinero que le debo, lo lamento, no los traje conmigo’, y luego de darle un fuerte apretón de manos saliste por la puerta que tintineó al abrirse, sin siquiera percibir mi menuda presencia en la barra. No quise parecer loca, fue por eso que me quedé ahí sentada escuchando a aquellos hermosos muertos murmurar sus notas tristes y desgarradoras en vez de salir corriendo tras de ti y agarrarme fuerte a tu cuello y besarte en la garganta. Después de un rato salí del café, pensando, con tu recuerdo impregnado a través de todo mi cuerpo, con el deseo de mirarte a los ojos y mirar por dentro de tus ojos y acariciar con mi mirada tu alma, y acercarla un poco a la mía y sentir tu aliento en mi nariz. ¿A qué olerías? ¿Sería un olor tan dulce como tu voz? En mi vientre un leve cosquilleo. La ansiedad me había hecho su presa y no tuve paz hasta recostar mi cabeza sobre la suave almohada que me transportó al sueño casi de inmediato, agotada por la excitación de la aventura. No pude dormir mucho, tu recuerdo y tu voz se me aparecían en sueños, me seducías, me decías cosas dulces y también obscenidades al oído, yo sonreía y me acercaba para besarte pero en ese instante desaparecías y me dejabas en un limbo incomprensible. Desperté a la madrugada, pensando preocupada en la ropa que me pondría, decidida a ir a ese café a buscarte, tal vez invitarte una bebida y como quien no quiere la cosa propiciar un beso o una caricia al menos. Me arreglé con gran cuidado, ¿sabes? Quería que todo fuera perfecto. Quería deslumbrarte con mi elegancia y con mi gracia y rendirte a mis encantos. Entré con sigilo al cuarto de mi madre, que aún dormía, con la intención de hurtarle un poco de esa fragancia tan de mujer que tanto me gusta y que utilizo a escondidas en ocasiones especiales, como este encuentro contigo, mi encanto, mi hombre de ojitos bonitos y melancólicos. Esa mañana tuve que esperar, no sé, quince o veinte minutos, el mismo autobús del día anterior, pero no sentí el tiempo de la espera pues lo único que quería era estar a tu lado y cogerte del brazo y robarte una sonrisa con mis caprichos y mis insinuaciones, y nada más importaba. El viaje, en cambio, sí se me hizo eterno. Todo mi cuerpo embargado por un nerviosismo que me pesaba por dentro y me hacía tambalear un poco y me obligaba a mirar el reloj a cada instante. Tu figura se me hacía inalcanzable, como si todos los carros y todos los buses de la ciudad se interpusieran entre nosotros, como si el momento exquisito no fuera a llegar nunca, y yo aferrada a la barra superior del autobús tanto como a la ilusión de verte nuevamente. Llegué temprano al café. Aún no habían abierto el lugar. Una reja verde cubría la gran ventana frontal y varios candados cerraban las puertas de madera. Me senté, temblorosa, en una banca que daba a la entrada, frotando mis frías manos entre sí, exhalando un poco de aliento caliente sobre ellas, jugando a hacer círculos que luego se convertían en pájaros, en aviones y en dragones, imaginando locuras desde tan temprano, tal vez por la agitación del encuentro ya próximo, entretención barata que le robó algunos minutos a mi vida. De pronto vi llegar al mismo mesero del día anterior, me moví un poco hacia un lado intentado pasar desapercibida y no llamar la atención, qué hace una linda señorita como usted a esta hora y en este sitio tan poco seguro, me preguntaría avergonzándome. Quitó con paciencia los candados y la reja, y después de acomodar las sillas y las mesas y de limpiar un poco el lugar, abrió de par en par la puerta principal colocando luego en la entrada un anuncio con las viandas disponibles. Poco después te vi llegar, a las 8 de la mañana, silencioso y meditabundo, mirando hacia el piso, errando en cavilaciones que deseé penetrar y disipar. Mi cuerpo tembloroso de frío y de angustia, pasmado por tu aparición. No sabía si moverme o quedarme quieta, si correr a tu alcance o darte tiempo de llegar y acomodarte y sorprenderte luego con mi saludo. Llevabas en tus manos el diario y un libro. ¿Qué era lo que leías? Te vi a través de la ventana saludar al mesero con calidez, sentarte en una mesa que daba a la ventana, pedir una bebida caliente - lo sé por el humo que subía lentamente en espiral por el aire circundante - y leer muy concentrado tu libro. ¡Qué lindo te veías, tan serio, tan perdido en tus reflexiones! Ahí me levanté, con el firme propósito de entrar y decirte ‘hola’ y sentarme a tu lado, imaginé la cara de confusión que pondrías, preví tus palabras entrecortadas para responderme. Pero la idea de que tal vez me responderías con violencia o que intentarías ser cortés por educación se cruzó de repente por mi mente. ¿Podría mi impertinencia molestarte y hacer de nuestro encuentro un rotundo fracaso? Frené en seco y pensaba seriamente en huir despavorida del lugar, lamentándome por mi locura infantil, cuando se me ocurrió que debía involucrarte en el juego que había empezado el día anterior y aún seguía vivo en mi interior. Rápidamente te escribí una notita, ‘Te veo a las 5 de la tarde en el Cinema Imperial. Tuya, Sophie’, que entregué al mesero en un momento en que salió a fumarse un cigarrillo, pidiéndole total discreción y sugiriéndole complicidad con mi sonrisa. Él accedió, un poco burlón, no sin antes lanzar una lasciva mirada a mis senos, lo que no me gustó pero que acepté como el justo precio por tan atrevida petición. No quise esperar a ver tu reacción, me fui con rapidez hacia alguna calle escondida donde no pudieras verme ni saber quién era yo, con hambre y pensando qué hacer con mi vida hasta las 5 de la tarde.

Y aquí estoy, a la vera del camino que conduce al Cinema Imperial, sentada en el piso y llorando como esa niña que destroza sus muñecas por un acceso de rabia, escribiéndote esta carta que daré a la muchacha de la entrada, que seguro aceptará sin vacilar el favor que pienso pedirle, señorita, mujer, al único señor de sombrero gris que vea salir del cinema tomando de la mano a una mujer rubia entréguele esta carta y dígale que quien se la dio lloraba desconsolada y llevaba el maquillaje corrido a lo largo del rostro, que su corazón fue destruido por la parquedad y la indiferencia de un hombre demasiado misterioso y desinteresado para preocuparse por algo, cuya mirada espesa, que invita al abismo, no fue razón suficiente para soportar el dolor que causa el sentirse traicionado, el dolor que quema cuando los pactos secretos se rompen y se pisotean y se escupen. Ni siquiera esperaste 10 segundos, no volteaste a mirar, no mostraste el menor deseo de indagar quién era Sophie, quién era esa que se tomó el atrevimiento de escribirte notitas insinuantes, qué querrá esa niña, tal vez me ama, tal vez quiere adentrarse en mi mirada. No, tú solo seguiste caminando como si mi nota no hubiera nunca llegado a tus manos, como si yo no hubiera pisado jamás la faz de la tierra. Y no pensaste nada mejor que traerla a ella, como si quisieras reírte de mí a carcajadas, como si mi nota y mis sentimientos no fueran más que porquería para ti. Acá tienes esta carta, el testimonio de un amor profundo e intenso que ardió por poco tiempo, y lo único y lo último que sabrás de mí en esta vida miserable.


Con el desconcierto de un amor fugaz,


Sophie”

martes, 2 de marzo de 2010

Lozana Hierba

A los dueños de su destino

En el escenario errante,

difuso,

que llamamos pensamiento

por comodidad y por pobreza,

pasan fugaces,

cual fantasmas,

las señales tristes de la muerte.


Un instante, eternidad robada,

en que la vida se convierte

en caos y oscuridad,

y en que vuela la sombra

de la parca y su guadaña

sobre el hombre,

ciñéndose sobre su marchito cuerpo.


Pero yo no soy mi cuerpo.

Esta sangre y estas venas

no me pertenecen.

Son tan mías como el aire

el agua

el silencio.


La muerte de mi cuerpo

no me pertenece

ni me destruye.

Solo me transforma.


Y pensar la muerte

en mi cuerpo, desde mi cuerpo,

me transforma en vida:

infinitos son

el Cielo y la Tierra.


Cuando logro vislumbrar

lo pequeño que yo soy

-una hebra en el desierto

del desierto que es la vida-

una sonrisa

se apodera de mis labios,

y un cálido aliento,

como un hada,

me ilumina por dentro.


Tal vez ser mortal

sea un juego de los dioses

cuyo premio, al vencedor,

no sea oro

ni sea gloria,

sino la inmortalidad.


¡Oh mórbidos mortales,

presas del olvido y la rutina!

¡Cuán poco conocéis

las profundidades de vuestra alma!


Si pudierais despojarte

por un instante

de la máscara,

del fino velo

que yace sobre tus ojos,

y aún dormitarais sobre tus odios

y tu miseria,

la luz se haría tu enemiga

y veríais solo trazos,

trazos hirientes

para tu mirada enceguecida.


Pero si habéis comprendido

el secreto juego de los dioses

que nos juzgan y observan desde las alturas,

te embriagaréis

con la dulce y lozana hierba

de la inmortalidad.

lunes, 22 de febrero de 2010

ser o no ser

Ya que tengo la posibilidad
De la elección
Entre ser o no ser
Y esa es la cuestión
Prefiero quedarme aquí
Como una morsa
Un maniquí triste
De de Chirico
Una rosa
Sin hojas y solo espinas
Y no ser siendo
Y
Respirar un aire invisible
Para existir invisiblemente.

Elección que me facilita
Entre ser piedra o ave
Entre ser escritor o gerente de banco
Entre ser futbolista o blanco
No tanto.

Sinceramente prefiero
No ser siendo
La cuestión es que
La gente empieza a fastidiar
A decir que eres un vago
Un inconsciente
Un apolítico
Pero es preferible
Para qué ganarse
Una calcinación en la mar
Un carcelazo por prevaricato
O una muerte por insuficiencia cardíaca.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Hubiese querido verlo allí en tus ojos

Hubiese querido verlo allí en tus ojos, de verdad quise encontrar ese fuego que arrastra y no te da opción, la seguridad de la entrega infinita, pero no fue así, vi en tus ojos un niño triste y desorientado tendiendo su mano como quien espera limosna, una luz tibia y amodorrada de sábanas tibias, apenas desatendidas, de días de rutina, días infinitos ensoñando la sorpresa… tuve miedo, miedo a envejecer, miedo de no entender nunca lo que de antaño cantan, miedo de perder el fuego de la pasión y oscurecer gris en vida y no, no es tu cuerpo aquel ser en que me fundo, son tus caricias tiernas las que se prodiga a un objeto delicado y codiciado, en tus manos no encontré nunca en deseo de que el mundo se acabase en un éxtasis de dolor y placer… no, no eras tú… pero, y tus ojos, perdidos en la inminente ausencia, desorientados por el abismo que abrían mis palabras, vacios de sentido mirando en rededor como si el mundo de pronto tomara una forma cruel y desconocida. Esperé la rabia, me hubieses reprochado, me hubieses insultado, pero tus ojos, perdidos de la luz, desamparados, se hundieron en el suelo como si allí estuviese la salvación, como si ciegos ahora sólo vieran su propia tristeza, golpéame, insúltame, dame motivos para alejarme definitivamente y sacarte de mi corazón como un mal recuerdo, pero no lo hiciste, ni lo harás, callaste pétreo como un niño muerto arrojado a mis pies y te fuiste desmoronando en silencio mientras caminábamos al coche, mientras conducías a mi casa, pálidos tus ojos, casi trasparentes, esperaste mirando al frente a que me bajara del coche frente a casa, y yo allí, despiadada, rumiando a solas la tristeza, quise cogerte las manos, quise abrazarte como quien ha sufrido una tenaz tragedia pero todo ha sido dicho ahora y el no me casaré contigo ha sellado todas las puertas, los movimientos, las palabras y ahora que veo tu carro perderse tras la esquina sé que me he arrojado encima para siempre tus ojos tristes y desorientados.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Estampa sólida de abandono sin tiempo


- No joven, eso ya es pasado y allí hay que dejarlo, no me pida que recuerde, vea a su alrededor, esto ahora es un peladero, es arto doloroso recordar mejores tiempos, siga su camino y déjeme en paz… Jacinto ya descansó, déjelo a él también descansar.
El viejo hizo el ademán de cerrar la puerta pero el joven lo detuvo con la mano
- Soy su hijo
El viejo lo miró con detenimiento como tratando de saltar el tiempo y ver en su rostro el de su padre, algo brilló momentáneamente en sus ojos pero de inmediato bajó su mirada y empujó con más fuerza la puerta
- Peor para usted - dijo mientras cerraba
El joven dio un paso atrás y miró la fachada de la casa impenetrable, miró en rededor las demás casas sintiendo que algunas puertas y cortinas se corrían escondiendo a quienes observaban. A su lado, la calle destapada se abría algunas cuadras para finalmente perderse en el infinito monte, se vio a sí mismo de niño, corriendo en chancletas por la calle junto a otros niños en busca del río. Sintió un impulso que le venía de la nostalgia y de nuevo se dirigió a la puerta ya cerrada y una y otra vez golpeó, cada vez con mayor fuerza pero sin respuesta alguna.
- ¡Dígame donde encuentro a Casimiro! Gritó desesperado; el eco se repitió en cada una de las demás puertas como un llamado.
- ¡Dónde encuentro a Casimiro!, repitió varias veces aún cuando sabía que de la casa nadie acudiría a su voz. Quiso acercarse a golpear la puerta, a descargar su impotencia en puños cuando un niño, en una casa de la acera de enfrente, se asomó por la puerta. El joven miró su gesto tímido que lo miraba fijamente, luego de mirarlo por algunos segundos caminó con lentitud en dirección a él, caminó en tensión como cuando se quiere atrapar un animal salvaje. No bien estuvo tan cerca como para que sus labios intentaran articular un saludo el niño sacó su brazo señalando el monte y con unas palabras que más parecían un grito por el esfuerzo que vence el miedo y la timidez, le dijo
- más allá del palo de Maguey, la casa blanca – e inmediatamente se volvió a encerrar rápidamente.
El joven miró las demás casas algo desorientado por la información y en cada una de las ventanas de toda la calle, gente asomada por hendijas, escondida lo suficiente como para ser vista, miraba fijamente al joven midiendo sus pasos y sus decisiones, gatos sus ojos que esperan el último momento para saltar sobre su presa. Sobrecogido, miró la dirección que el niño le había indicado y dando la espalda a las miradas se alejó por la calle sintiendo sobre su hombro un cortejo silencioso que lo acompañaba.
Cuando niño, su padre solía trabajar con Casimiro, quien llegaba en las mañanas con las mulas que cargaban de maíz y emprendían largos viajes que dejaban días enteros la casa solitaria de voces y a su madre oteando la ventana ante la pasada de cualquier recua de mulas.
Al poco tiempo de caminó, sus pasos encontraron una casa enorme y derruida que evidenciaba antiguas glorias, las paredes cuarteadas dejaban entrever el ladrillo viejo, dos sólidas e imponentes columnas sostenían un pórtico que cubría toda la fachada.
- don Casimiro – gritó por la hendija de una ventana rota preguntándose si alguien podía habitar aquel lugar olvidado. Se acercó a la puerta y golpeó gritando de nuevo el nombre. Una pequeña algarabía de multitud disgustada respondió al instante su golpe y en desorden, como si dormidos estuvieran y el llamado los hubiese despertado, se acercaron con velocidad a la puerta. El joven al escuchar el murmullo de estampida se alejó apresuradamente un par de pasos listo a recibir aquel tropel de personas pero en la puerta finalmente sólo se asomó el rostro gris de un hombre joven con una barba delgada que le llegaba hasta el pecho.
- ¿Se encuentra don Casimiro? - Preguntó con apenas un hilo de voz después de superar la sorpresa del momento.
- Mi padre murió hace tiempo, qué quiere – respondió con voz áspera y cortante desde la puerta, apenas asomado el rostro.
El joven se acercó nuevamente tratando de vislumbrar rostros en la penumbra que de abría tras la puerta, al ver este gesto el que estaba en la puerta la cerró aún más con lo que sólo una parte del rostro se asomaba.
- El nombre de mi padre era Jacinto, vivíamos aquí hace ya mucho tiempo… era amigo de su padre…
El hombre tras la puerta permaneció en silencio durante algún tiempo, sólo mirándolo al rostro, con la misma mirada inquisidora del viejo del caserío
- váyase, aquí no tiene ningún negocio - espetó tras la puerta mientras ésta se cerraba de un portazo.
- Espere - gritó lanzándose inútilmente para impedir que esta se cerrara – por favor, ayúdeme, no sé con quién más hablar… sólo quiero entender qué sucedió con mi padre, saber si aun vive… revivir el pasado.
Tras la puerta sólo el silencio.
- por favor, sé que me escucha, ayúdeme.
- ¡váyase! - le repitió un grito tras la puerta.
Dudo un poco pero al final decidió alejarse, caminó sin dar la espalda a la casa, esperando un rostro furtivo asomándose por alguna ventana, esperando algo que detuviera su marcha y le diera algo para no terminar su viaje sin haber iniciado; pero nada sucedió, la casa, de nuevo sin su presencia, recuperó su estampa sólida de abandono sin tiempo.
Regresó nuevamente al camino y recordó el momento en que Casimiro le entregó el machete ensangrentado a su madre y ella sin preguntar entró en casa, empacó las cosas y huyó del pueblo llevándolo de la mano. Cuánto de su madre reconocía en estos hombres oscos y silenciosos, cuanto de fantasma atemorizado, de negativas sin mediaciones, de silencio.
Era medio día, acabó las pocas viandas que traía en su mochila, siguió el camino que lo alejaba del caserío y se internó en la maleza esperando encontrar el campo de maíz del que habían recuperado el machete. Cuando niño, todos los caminos llegaban  al campo de maíz, de enormes plantas verdes, cubriendo el horizonte se abría en granos de mil soles. Oropan de coger decía su padre y el pueblo era alegre y festivo en la prosperidad de la tierra.
Si bien el tiempo todo lo cambia, no dejaron de encontrar sus pasos un campo de amarillo ocre cuyos lindes se perdían en la distancia; todo era palos de maíz seco, altos como un árbol; Hileras e hileras de un amarillo petrificado, un bosque muerto que sólo cobra vida con el viento. En la prosperidad, la producción cubría bodegas y bodegas, granjeaba riquezas nada despreciables, siempre el maíz en su extensión de horizonte inmóvil pero nunca los señores, nunca la casa que señoreaba aquellos campos ¿Quién comandaría aquel ejercito de recolectores? De niño nunca vio la casa o escucho el nombre de los dueños pero aquel terreno debía tener límites y estos límites un nombre, la casa estaría de seguro en alguna parte y allí, tal vez, era su última esperanza, le dirían algo acerca de su padre.
Subió a una roca y miró el desorden de plantas secas que se perdía a lo lejos, sabía que cuando caminase dentro no podría ver más que los diez chamizos que lo rodeaban, la casa no aparecía por parte alguna, decidió tomar camino al norte, a Monte María, el pueblo más cercano, de no encontrar la casa llegaría de seguro al poblado.
Cada tanto de camino miraba el sol y dibujaba su curso en el cielo para estar seguro de ir en dirección correcta, y pese a su caminar constante, el camino continuaba y continuaba, bajo el duro sol pronto sus ojos enceguecidos empezaron a arder por el dorado reflejo del maíz, bajo las duras ramas sus brazos cada vez más cansados de abrirse camino querían encontrar un final, no imaginó que caminaría tanto, dudo en seguir pero pensó que ya poco camino le faltaba así que siguió, obsesionado con la esperanza de encontrar la historia de su padre entre aquel amarillo ocre que escondía una casa.
Sin embargo, el camino infinito y el sol que ya comenzaba declinar, se sentó a la sombra de los palos secos, chupó su cantimplora y descansó por algunos minutos. Divagó sobre el motivo de su viaje y casi le dio la razón a su madre que tanto le insistió para que no regresara a aquella tierra de muerte.
Una voz primero, más bien un susurro comenzó a colarse por entre los maizales, el hombre se puso en pie y miró con ojos bien abiertos la dirección de la venían los murmullos a la vez que metía su mano en la mochila y asía con fuerza su cuchillo. De un murmullo siguió otro, y luego otro y uno más de hombres y mujeres que parecían secretearse a su alrededor.
- Buen día - dijo en tono alto y los murmullos se acallaron por unos instantes. Caminó en dirección a las voces
- disculpen si me metí sin permiso pero no vi a nadie a quien preguntarle - hubo silencio y una corta pausa, de pronto, como cuando se sube el volumen de una radio mal sintonizada, los murmullos se intensificaron amenazantes, voces y voces saliendo de todas partes cada vez murmurando con mayor ahínco palabras indescifrables; el joven retrocedió como empujado por la algarabía y las voces se acercaron más; caminó de espaldas algunos pasos y las voces lo siguieron cada vez más punzantes, ya no en murmullos sino en gritos que enrarecían el ambiente. Un miedo profundo de frío en los huesos lo hizo correr, un temor de pesadilla que se acrecentaba al sentir las voces rozándole la espalda lo hizo olvidarse del sol, de su ruta, de su propósito, un solo correr buscando abrigo, de ojos desorbitados buscando una salida, un escape del amarillo y de las voces.
El sol ya encontraba la noche cuando su frenética huída halló un claro en el que se asentaba una enorme casa en ruinas, continúo corriendo preso del delirio a través del claro con la firme intención de llamar a la puerta para pedir auxilio. Sólo al llegar al rellano de la casa y ver que la puerta, apenas sujeta de los goznes superiores, se bamboleaba al vaivén del viento, se percató que las voces habían quedado atrás y que la casa era un cúmulo de madera chirriante y mohosa a punto de regresar al suelo.
Retrocedió repelido por la inhabitabilidad del lugar y vio en toda su dimensión una casona inmensa, de alto techo y vidrios rotos. Las voces habían quedado atrás y ya habituados sus oídos al estruendo del tropel en su espalda, el silencio le pareció solidificarse anunciándole rotundamente que era el único ser viviente en aquellos parajes. Miró el maizal mudo y rígido, miró la casa en ruinas, estaba demasiado turbado, sus manos temblaban y por un instante sintió que todo era un sueño, una pesadilla y que en cualquier momento despertaría, de veras lo ansió pero la realidad se amontonaba inefable ante sus sentidos. Miró el sol que ya despedía sus últimos rayos violáceos convirtiendo el amarillo del maíz seco en un apacible mar rojizo. Pronto llegaría la noche, no tenía más alternativa que pasarla allí, no quería en la oscuridad enfrentarse de nuevo a las voces, no lo soportaría.
Ya recuperado el aliento, temiendo perder los últimos rayos de luz, penetró en la casa; lo primero que lo sorprendió fue ver los muebles, todos pudriéndose con la estructura misma, como si sus dueños hubiesen huido desesperadamente sin poder llevar nada consigo, como si la casa siempre hubiese sido así, hecha para el olvido. Caminó por un amplio salón hasta las escaleras, quiso subir hasta la parte más alta para divisar el horizonte, su sensatez no renunciaba a ver los rostros que encarnaban aquellas voces.
La escalera desembocó en un amplio corredor por el que, a lado y lado, aparecían los numerosos cuartos de la casa. El interior de cada habitación conservaba los muebles, las camas aún tendidas, espejos enormes que alguna vez reflejaron a sus habitantes. Al final, el corredor desembocaba en una amplia terraza, desde allí observó la planicie inmisericorde de maíz recalcitrado por el sol que se perdía en la distancia hasta una montaña verde y diminuta que marcaba sus límites en el horizonte. Aun vivo en su mente el miedo de las voces, no queriendo encerrarse en habitación alguna, se dispuso a pasar la noche en aquella terraza, atenazando su cuchillo con violencia, acurrucado en un rincón, sin intensión de pegar los ojos ni por un instante.
Buscó en su mochila la cantimplora y con la otra mano apretó fuerte el cuchillo, el cansancio se había acentuado en su cuerpo que le dolía por el esfuerzo y la tensión vividos, bebió el último sorbo de agua que saboreó con júbilo. Noche oscura y silenciosa como no había visto se abría frente a él, ni un sonido rompía aquel silencio que podía ser cortado por la hoja de un cuchillo sobre el viento, ni un animal surcando el cielo, una planicie desmedida que se perdía en la distancia y la penumbra.
Durante algunas horas permaneció atento, con los ojos abiertos a los chirridos de la vieja madera, atenazando su cuchillo como un pacto contra el miedo; pegada su espalda contra la pared, trancada la puerta de la terraza con algunos muebles, apenas si quería respirar para no romper con el silencio penetrante de la noche. Pese a su deseo de no dormir se encontraba débil por las emociones sentidas, por no haber comido bien desde la mañana, por no querer recordar lo sucedido, el cansancio terminaría venciendo, se fue empozando en los ojos como un pesado manto que va envolviéndolo todo y sumiendo en penumbras el presente. Después de algunos sobresaltos por los sonidos de la casa, pronto terminó acostumbrandose al continuo gemido de la madera sometida al viento y cayó vencido por el sueño, una transición de la oscuridad de la noche a una oscuridad aun mayor en su conciencia.
No bien, imágenes de un pasado que ahora parecía remoto, irreal, desfilaban por su cabeza, un ruido en un extremo de la terraza lo despertó sobresaltado. Sus ojos abiertos de par a par encontraron una presencia que se acercaba con lentitud y en silencio hacia su persona, se puso en pie y sacó su cuchillo a la noche haciendo esfuerzo por entender la forma de aquello que venía, la imagen que primero era niebla o humo, cada vez más cerca iba tomando forma humana primero y luego definido cuerpo de mujer joven, de cabello rizado, color castaño como la tierra seca, hermosa presencia apenas vestida con una tela que permitía intuir lo voluptuoso de sus formas. Continuó caminando hasta estar a un palmo de su cuerpo, exhaló un tenue olor de rocío y papaya madura que inundó sus sentidos; se sintió pleno en la soledad y su cuerpo vibró como una cuerda tensa que es tocada y quiere liberase en música. Unos ojos felinos se clavaron en los del joven quien no pudo pronunciar mayor palabra que el sonido del cuchillo cayendo al suelo. Su temor había desaparecido, el calor de la carne en punta le subía hasta las mejillas.
- ¿Eres la noche? – pregunto ella al final de un silencio que pareció de siglos.
- Soy la cimiente del sol – respondió él, apenas consciente de sus palabras. Ella delicadamente tomó su mano y los labios se juntaron en los labios, se abrazaron primero con ternura y luego como el fuego se alimentaron uno del otro con desesperación, con temor infinito de separarse, frenéticamente sus cuerpos se juntaron en la oscuridad sin rostro preñada de fuerzas que buscan poseerse en silencio.
Cayó profundamente dormido con su rostro envuelto en sus cabellos, soñó que corría por el campo de maíz huyendo de las voces, pero esta vez, ya era de noche y las voces lo continuaban persiguiendo hasta la casa, si bien no veía los cuerpos, las voces siempre estaban sobre su hombro, como un escalofrío continuo en la espalda. Corría preso de un delirio de pesadilla, tumbando cosas a su paso, escondiéndose y siendo encontrado, corrió hasta que sus pasos quisieron enfrentar la noche y al salir por la puerta trasera, tropezó enredados sus pies con algo en el suelo. El golpe de su rostro en el suelo lo silenció todo, aturdido buscó a tientas aquello que se enredaba en sus pies y descubrió sobresaltado que era un cuerpo, hecho ya huesos, con una ropa que intuyó era de su padre.
Despertó con un gemido y sus ojos encontraron con dolor que ya era día, se supo en una cama, cubierto por cobijas, algunos segundos le costó recordar en donde se encontraba y toda la comodidad que sentía se vio trocada en horror cuando se vio desnudo en una cama de las habitaciones por las que había pasado el día anterior para llegar a la terraza. Lanzó las cobijas y al ponerse de pie de un salto encontró en su cuerpo el moho y el polvo de la humedad que años de abandono habían acumulado sobre los tendidos. En la cama, junto al lugar en el que él había dormido, yacía un espantapájaros relleno de paja y tusas de mazorca, vestido con la misma ropa que había visto en el sueño. Salió al pasillo, caminó hasta la terraza, la casa estaba sumergida en el mismo silencio de barco a la deriva del día anterior, de la mujer no había rastro alguno, tampoco de su ropa, regresó al cuarto y no encontrando más ropa que la del espantapájaros, se la quitó a zarpazos y se cubrió con ella. La ropa parecía no tener los años de la casa, estaba en buen estado, se colocó los zapatos que tenía amarrados el espantapájaros y salió de allí con afán de encontrar la claridad del día.
Trató de pensar que todo había sido un sueño y que su cansancio lo llevó hasta esa cama pero sabía que ello no era ni remotamente posible, temió estar loco, preso de algún delirio, dudo de sí y de su pasado, creyó perder las luces y se sentó sobre la hierba, el miedo profundo le calaba otra vez los huesos, no había comido ni bebido nada desde el día anterior, se sintió solo, más solo que nunca y quiso que todo terminara allí, que las voces volvieran e hicieran con él lo que quisieran, pero sólo vivía en aquel claro el silencio profundo de la llanura impasible que se abría ante sus ojos. Recordó entonces los huesos de su sueño, bordeó la casa hasta la parte trasera y reconoció que todo era idéntico a como él lo había visto. Caminó con premura hasta el lugar en que sus pasos habían tropezado y allí encontró de nuevo los huesos, ahora sin ropa alguna.
El sol aún se encontraba lejos de su centro y un silencio de sopor inundaba su cabeza. Miró la extensión sin límites y supo que su destino era volver, sin importar lo que sucediera, debía regresar por donde había venido, retornar a su casa, escuchar la risa de su hijo, sentir la claridad de su mujer, apostar por ello; se santiguó, rezó con una devoción que no conocía en su corazón, pidió con un nudo en la garganta por su familia y se lanzó al maizal en busca del camino de regreso.
El retorno fue hacia el sur, si bien las voces lo habían desviado de su ruta y no estaba seguro de la ruta que había decidido, no se le ocurría otra opción.  No tenía ya su cuchillo, ni su mochila, ni siquiera su ropa, caminaba esperando a cada paso escuchar las voces, no quería descansar temía que ello convocase las voces como el día anterior había sucedido. Su cuerpo estaba débil y sol era cada vez más fuerte sobre su cabeza, sentía como palpitaban las venas en su cabeza, como sus labios tomaban la apariencia del bagazo seco del maíz, un ligero temblor en las manos y un arrastrar de pies queriendo detenerse lo acompañó todo el tiempo, en su mente, fija, la imagen de su familia como un talismán. Cada tanto miraba el surco del sol en el cielo para trazar la ruta, cada tanto miraba a su alrededor esperando que las voces estallaran en ruido y lo arrastraran para siempre pero nada de ello sucedió, caminó todo el día y cuando el sol ya se encontraba en su cenit, el campo de maíz se abrió a otra vegetación, verde y viva, y un júbilo callado se agolpó en su corazón como cuando sobrevivimos, pese a una enorme destrucción, a una fuerte tormenta.
Sus pasos se continuaron hasta encontrar el camino que lo llevaría de nuevo al pueblo, pasó por la casa de Casimiro apenas mirándola de reojo, recordando las voces que allí habitan, esperándolas.
Ya cerca del pueblo se detuvo de golpe, sobresaltado, escucho de nuevo unas voces, pero esta vez eran de júbilo, esta vez sabía que venían del pueblo, que no lo perseguían, no por el momento. Una música desvencijada de pueblerinos acompañaba el júbilo de las voces, se acercó arrastrado por el deseo de llegar, sintió el bienestar de la compañía y se creyó a salvo de la pesadilla. Unas mujeres regordetas reconocieron su silueta en el camino y se acercaron con afán a recibirlo, pensó que su estado debía ser lastimoso para provocar tal respuesta en los que antes apenas si lo habían mirado. Lo tomaron de las manos y con sonrisas le daban la bienvenida, pronto divisó al pueblo entero como brotando de la tierra y marchando hacia él, los que llegaban querían con notoria preocupación tocarlo, como si fuese el santo milagroso de una procesión, él, entre sorprendido, débil y asustado, les pedía agua pero nadie parecía escucharlo, estaban demasiado felices de verlo, de tenerlo entre ellos como para darse cuenta de su real estado.
- ¡bienvenido Jacinto! - gritó un hombre a lo lejos, y otros lo siguieron, vítores por Jacinto brotaban de todas partes. Él, con ojos desorbitados les respondía cuan fuerte podían sus fuerzas rendidas que no era Jacinto, que era José Luis, su hijo, pero igual, a nadie parecían importarle sus palabras, sólo le estrechaban las manos, le golpeaban amistosamente la espalda y lo iban empujando por la carretera hasta el centro del pueblo. Quiso detenerse pero la fuerza del tropel era incontenible
- ¡Locos! – gritó con desesperación - ¡qué no ven que no soy Jacinto!
Pero todos seguían empujándolo, llevándolo a un camión que tenía las puertas abiertas, forcejeó, hizo el último esfuerzo con los ánimos que le quedaban y con las manos se detuvo ante el camión
- ¡Déjenme en paz! – gritó mirando el tropel a los ojos. Las personas se detuvieron y lo miraron algo sorprendidas, de pronto, con el rabillo del ojo, alcanzó a ver un mazo en alto que se dirigió con velocidad y fuerza a su cabeza, eso fue lo último que vio antes que una luz blanquecina le nublara los ojos.

La algarabía de las voces lo despertó, la cabeza le pesaba demasiado, no podía levantar el mentón de su pecho, vio su camisa llena de sangre y entendió que venía de su frente. Las personas al verlo despierto lanzaron vivas, todos rieron, muchos aprobaron su mirada empuñando botellas de licores varios. Enceguecido por la brillante luz del sol sobre el rostro, le costó trabajo entender en un principio donde se encontraba pero pronto reconoció el amarillo ocre del campo que se extendía por kilómetros en el horizonte. Sintió un nudo en la garganta de lágrimas y desesperación, quiso gritar pero estaba muy agotado, quiso moverse pero cobró súbita conciencia de que se encontraba atado a un tronco, sus pies reposaban en una saliente del tronco lo que lo elevaba por sobre las cabezas de los que lo observaban. Bajo él, ramas y troncos se agolpaban en forma de círculo y entendió con tristeza y resignación su destino. No lejos del lugar en que se encontraba, un hombre hablaba mientras vivamente lo escuchaban los que estaban a su alrededor, una hoguera ardía detrás de él. El hombre se acercó finalmente a la hoguera mientras un cortejo de gestos y posturas solemnes lo acompañaban, tomó una antorcha encendida y gritó mientras se acercaba a José Luis
- ¡La vida, debe transmutarse para continuar siendo!
José Luis, ya viendo su final, imaginó el rostro de los que ama cuando supieran, si es que algunas vez saben algo, miró el poniente y algo llamó su atención, un punto rojo entre el amarillo se acercaba frenético, pronto reconoció que era cabello, como el de su padre, se sorprendió aun más cuando reconoció un cuerpo de hombre vestido igual a él que desenvainaba un machete y empezaba a blandirlo en aquellos que querían detener su carrera, el hombre se batía con fuerza pero eran muchos los que querían detenerlo; mientras a lo lejos se luchaba, el hombre con la antorcha continuaba inexorable su camino hacia él como si nada más sucediera. Cuando encendió las ramas secas a sus pies, el hombre del machete fue derribado y entre los gritos de los golpes que suplicaban el perdón reconoció a su padre, tal cual el último día que lo había visto con vida, las armas de los muchos se descargaban en su espalda hasta que el cuerpo no volvió a moverse. El fuego ya cobraba vida a sus pies y el humo comenzaba a sofocarlo, José Luis no quiso entender nada, no quiso pensar en nada y se entregó en silencio a la muerte, vio por entre las briznas del chamizo encendido que arrastraban el cuerpo de su padre a la casa y recordó lo que su padre le había dicho la primera vez que en la noche vio luciérnagas
- Son pedazos de estrellas extraviadas en la noche.