jueves, 4 de marzo de 2010

De amores fugaces

“Ese día me había puesto mi vestidito negro, ese que tanto me gusta y que cosí con mis propias manos durante mi convalecencia, y había adornado mi pelo con un sombrero que me regaló, desesperado, un pretendiente demasiado vulnerable, demasiado débil, del que quedó el sombrero pero no el recuerdo. Había estado todo el día en casa, deambulando por ahí, oyendo a mamá gritar como loca que arreglara mi cuarto y que hiciera algo útil, yo sin prestarle mucha atención le gritaba también, más divertida que rabiosa, ‘estoy en vacaciones, nadie me puede obligar a hacer nada’, y seguía deambulando por la casa, bailando al son del tocadiscos que encendí a todo volumen, girando y girando, cerrando mis ojos y pensando en las estrellas y en mis gatos que se han perdido pero que sé que aún dan pasos por ahí. Y algo impetuosa, aburrida de mi madre y de los muebles y de la quietud y la monotonía, cuando la tarde empezaba a madurar y a adquirir un tono anaranjado me levanté con la intención de salir y darme una vuelta. Tomé mi bolso y lo llené de todas esas cosas tan necesarias a la hora de andar por la calle, mi monedero, mi espejito, mi maquillaje, mi libretica de notas donde a veces escribo poemas y ahora utilizo para escribirte esta carta, todas esas pendejaditas cuya importancia ningún hombre podrá nunca entender, ni siquiera tú, a pesar de tu hermosura y tu porte, de tus manos finas, de tu espesa barba negra y tus ojos melancólicos. Tan solo quería dar una vuelta, vagar por la ciudad sin rumbo fijo, que mi mente y mi imaginación vagaran también sin un destino, buscando sacudir el aburrimiento de mi piel y de mi vientre. Y mientras terminaba de empacar me hice una promesa, ‘el primero que pase lo tomas sin siquiera mirar el letrero’, y cuando cerré la puerta de la casa, después de haberle escrito a mi madre una notita diciéndole cuánto la amo pero cuánto me exaspera a veces, estiré mi brazo y me subí a un autobús azul que en aquel preciso instante pasaba por allí, de esos que cuestan un poco más de lo normal, tú sabes de cuáles te hablo, pero no me importó, no quería incumplir mi promesa pues siempre recuerdo lo que decía mi abuelo, que cuando uno rompe las promesas que se hace a uno mismo algo terrible podría ocurrir, y aunque a veces dudo de ello no quería abandonar el juego ni tampoco comprobar en carne propia si era cierto. Ahora sé que fue la promesa más feliz de mi vida, porque la casualidad que aguarda a la esquina de la acera quiso hacer parte del juego que había inventado en mi cuarto, y fue entonces cuando subiste tú también al autobús, perdido, agitado y sudoroso bajo el sol agonizante. Pagaste con descuido, ni siquiera te preocupaste por las vueltas y tampoco te esforzaste mucho por buscar un lugar vacío para sentarte, moviendo con lentitud tu cabeza alrededor del bus con mirada ausente. Cuánto deseé que vinieras a mi lado. Me había impactado tu figura y tu aire distante, y esos ojos marrones y melancólicos, y esa mirada que no supe definir, tal vez ingenua, tal vez pueril, pero sobre todo enigmática. Eran las 5 de la tarde, lo sé porque quería que el recuerdo quedará incrustado en mi memoria con todo y hora, y siguiendo el juego de las casualidades asumí tu destino como el mío propio y me dejé guiar por ti hacia la aventura, ansiosa y secretamente emocionada. Y mientras llegabas a tu parada imaginé tu nombre e intenté hacerme una idea de tu vida y el por qué de esa mirada que me había cautivado y que sentía necesidad de descifrar. Y por andar en ensoñaciones casi no caigo en cuenta de que habías presionado el timbre y que te bajabas, y tuve que pararme con rapidez y correr con dificultad por el bus para bajarme yo también y no perderte de vista. Por fortuna tiraste algo sobre el andén, creo que fue tu billetera, y te viste obligado a parar por unos momentos, lo que solo me confirmó que las casualidades seguían de mi lado. Te vi entrar en ese café, pequeño y bonito, donde se escuchaba lo mejor del jazz y del blues del Mississippi, y esa elección por parte tuya me encantó y acrecentó mi curiosidad, ya de por sí palpitante. Parecías conocer de cerca al mesero por la forma confiada en que le hablabas, y escuché tu voz por primera vez, tan cálida, tan dulce, tan… misteriosa. Tú también podrías cantar, pensé, como aquellos negros que se paseaban por los altavoces del lugar en un conmovedor y colorido desfile. Yo tan solo atiné a pedir un cigarrillo y un tinto, el pretexto perfecto para seguir escuchando tu pausada voz profunda y seguir observándote con cierta distancia y disimulo. Yo fumaba con desinterés mi cigarrillo, ya iba por la mitad cuando te escuché decirle al mesero que mañana pasabas temprano, ‘a ver si por fin le devuelvo el disco que me prestó y le pago el dinero que le debo, lo lamento, no los traje conmigo’, y luego de darle un fuerte apretón de manos saliste por la puerta que tintineó al abrirse, sin siquiera percibir mi menuda presencia en la barra. No quise parecer loca, fue por eso que me quedé ahí sentada escuchando a aquellos hermosos muertos murmurar sus notas tristes y desgarradoras en vez de salir corriendo tras de ti y agarrarme fuerte a tu cuello y besarte en la garganta. Después de un rato salí del café, pensando, con tu recuerdo impregnado a través de todo mi cuerpo, con el deseo de mirarte a los ojos y mirar por dentro de tus ojos y acariciar con mi mirada tu alma, y acercarla un poco a la mía y sentir tu aliento en mi nariz. ¿A qué olerías? ¿Sería un olor tan dulce como tu voz? En mi vientre un leve cosquilleo. La ansiedad me había hecho su presa y no tuve paz hasta recostar mi cabeza sobre la suave almohada que me transportó al sueño casi de inmediato, agotada por la excitación de la aventura. No pude dormir mucho, tu recuerdo y tu voz se me aparecían en sueños, me seducías, me decías cosas dulces y también obscenidades al oído, yo sonreía y me acercaba para besarte pero en ese instante desaparecías y me dejabas en un limbo incomprensible. Desperté a la madrugada, pensando preocupada en la ropa que me pondría, decidida a ir a ese café a buscarte, tal vez invitarte una bebida y como quien no quiere la cosa propiciar un beso o una caricia al menos. Me arreglé con gran cuidado, ¿sabes? Quería que todo fuera perfecto. Quería deslumbrarte con mi elegancia y con mi gracia y rendirte a mis encantos. Entré con sigilo al cuarto de mi madre, que aún dormía, con la intención de hurtarle un poco de esa fragancia tan de mujer que tanto me gusta y que utilizo a escondidas en ocasiones especiales, como este encuentro contigo, mi encanto, mi hombre de ojitos bonitos y melancólicos. Esa mañana tuve que esperar, no sé, quince o veinte minutos, el mismo autobús del día anterior, pero no sentí el tiempo de la espera pues lo único que quería era estar a tu lado y cogerte del brazo y robarte una sonrisa con mis caprichos y mis insinuaciones, y nada más importaba. El viaje, en cambio, sí se me hizo eterno. Todo mi cuerpo embargado por un nerviosismo que me pesaba por dentro y me hacía tambalear un poco y me obligaba a mirar el reloj a cada instante. Tu figura se me hacía inalcanzable, como si todos los carros y todos los buses de la ciudad se interpusieran entre nosotros, como si el momento exquisito no fuera a llegar nunca, y yo aferrada a la barra superior del autobús tanto como a la ilusión de verte nuevamente. Llegué temprano al café. Aún no habían abierto el lugar. Una reja verde cubría la gran ventana frontal y varios candados cerraban las puertas de madera. Me senté, temblorosa, en una banca que daba a la entrada, frotando mis frías manos entre sí, exhalando un poco de aliento caliente sobre ellas, jugando a hacer círculos que luego se convertían en pájaros, en aviones y en dragones, imaginando locuras desde tan temprano, tal vez por la agitación del encuentro ya próximo, entretención barata que le robó algunos minutos a mi vida. De pronto vi llegar al mismo mesero del día anterior, me moví un poco hacia un lado intentado pasar desapercibida y no llamar la atención, qué hace una linda señorita como usted a esta hora y en este sitio tan poco seguro, me preguntaría avergonzándome. Quitó con paciencia los candados y la reja, y después de acomodar las sillas y las mesas y de limpiar un poco el lugar, abrió de par en par la puerta principal colocando luego en la entrada un anuncio con las viandas disponibles. Poco después te vi llegar, a las 8 de la mañana, silencioso y meditabundo, mirando hacia el piso, errando en cavilaciones que deseé penetrar y disipar. Mi cuerpo tembloroso de frío y de angustia, pasmado por tu aparición. No sabía si moverme o quedarme quieta, si correr a tu alcance o darte tiempo de llegar y acomodarte y sorprenderte luego con mi saludo. Llevabas en tus manos el diario y un libro. ¿Qué era lo que leías? Te vi a través de la ventana saludar al mesero con calidez, sentarte en una mesa que daba a la ventana, pedir una bebida caliente - lo sé por el humo que subía lentamente en espiral por el aire circundante - y leer muy concentrado tu libro. ¡Qué lindo te veías, tan serio, tan perdido en tus reflexiones! Ahí me levanté, con el firme propósito de entrar y decirte ‘hola’ y sentarme a tu lado, imaginé la cara de confusión que pondrías, preví tus palabras entrecortadas para responderme. Pero la idea de que tal vez me responderías con violencia o que intentarías ser cortés por educación se cruzó de repente por mi mente. ¿Podría mi impertinencia molestarte y hacer de nuestro encuentro un rotundo fracaso? Frené en seco y pensaba seriamente en huir despavorida del lugar, lamentándome por mi locura infantil, cuando se me ocurrió que debía involucrarte en el juego que había empezado el día anterior y aún seguía vivo en mi interior. Rápidamente te escribí una notita, ‘Te veo a las 5 de la tarde en el Cinema Imperial. Tuya, Sophie’, que entregué al mesero en un momento en que salió a fumarse un cigarrillo, pidiéndole total discreción y sugiriéndole complicidad con mi sonrisa. Él accedió, un poco burlón, no sin antes lanzar una lasciva mirada a mis senos, lo que no me gustó pero que acepté como el justo precio por tan atrevida petición. No quise esperar a ver tu reacción, me fui con rapidez hacia alguna calle escondida donde no pudieras verme ni saber quién era yo, con hambre y pensando qué hacer con mi vida hasta las 5 de la tarde.

Y aquí estoy, a la vera del camino que conduce al Cinema Imperial, sentada en el piso y llorando como esa niña que destroza sus muñecas por un acceso de rabia, escribiéndote esta carta que daré a la muchacha de la entrada, que seguro aceptará sin vacilar el favor que pienso pedirle, señorita, mujer, al único señor de sombrero gris que vea salir del cinema tomando de la mano a una mujer rubia entréguele esta carta y dígale que quien se la dio lloraba desconsolada y llevaba el maquillaje corrido a lo largo del rostro, que su corazón fue destruido por la parquedad y la indiferencia de un hombre demasiado misterioso y desinteresado para preocuparse por algo, cuya mirada espesa, que invita al abismo, no fue razón suficiente para soportar el dolor que causa el sentirse traicionado, el dolor que quema cuando los pactos secretos se rompen y se pisotean y se escupen. Ni siquiera esperaste 10 segundos, no volteaste a mirar, no mostraste el menor deseo de indagar quién era Sophie, quién era esa que se tomó el atrevimiento de escribirte notitas insinuantes, qué querrá esa niña, tal vez me ama, tal vez quiere adentrarse en mi mirada. No, tú solo seguiste caminando como si mi nota no hubiera nunca llegado a tus manos, como si yo no hubiera pisado jamás la faz de la tierra. Y no pensaste nada mejor que traerla a ella, como si quisieras reírte de mí a carcajadas, como si mi nota y mis sentimientos no fueran más que porquería para ti. Acá tienes esta carta, el testimonio de un amor profundo e intenso que ardió por poco tiempo, y lo único y lo último que sabrás de mí en esta vida miserable.


Con el desconcierto de un amor fugaz,


Sophie”

1 comentario:

  1. Una exquisita muestra del mito del hombre pirobo y con actitud, jejejeje, ¿qué puedo decir? Primero, que eres un ,aldito llorón, segundo que no pienso volver a la miseria decimnónica, por más bajo que caiga, y tercero, que se te nota la maestría. Delicioso y fluido de leer, del carajo.

    Abrazo, El Pollo Miserias

    ResponderEliminar