miércoles, 9 de diciembre de 2009

Estampa sólida de abandono sin tiempo


- No joven, eso ya es pasado y allí hay que dejarlo, no me pida que recuerde, vea a su alrededor, esto ahora es un peladero, es arto doloroso recordar mejores tiempos, siga su camino y déjeme en paz… Jacinto ya descansó, déjelo a él también descansar.
El viejo hizo el ademán de cerrar la puerta pero el joven lo detuvo con la mano
- Soy su hijo
El viejo lo miró con detenimiento como tratando de saltar el tiempo y ver en su rostro el de su padre, algo brilló momentáneamente en sus ojos pero de inmediato bajó su mirada y empujó con más fuerza la puerta
- Peor para usted - dijo mientras cerraba
El joven dio un paso atrás y miró la fachada de la casa impenetrable, miró en rededor las demás casas sintiendo que algunas puertas y cortinas se corrían escondiendo a quienes observaban. A su lado, la calle destapada se abría algunas cuadras para finalmente perderse en el infinito monte, se vio a sí mismo de niño, corriendo en chancletas por la calle junto a otros niños en busca del río. Sintió un impulso que le venía de la nostalgia y de nuevo se dirigió a la puerta ya cerrada y una y otra vez golpeó, cada vez con mayor fuerza pero sin respuesta alguna.
- ¡Dígame donde encuentro a Casimiro! Gritó desesperado; el eco se repitió en cada una de las demás puertas como un llamado.
- ¡Dónde encuentro a Casimiro!, repitió varias veces aún cuando sabía que de la casa nadie acudiría a su voz. Quiso acercarse a golpear la puerta, a descargar su impotencia en puños cuando un niño, en una casa de la acera de enfrente, se asomó por la puerta. El joven miró su gesto tímido que lo miraba fijamente, luego de mirarlo por algunos segundos caminó con lentitud en dirección a él, caminó en tensión como cuando se quiere atrapar un animal salvaje. No bien estuvo tan cerca como para que sus labios intentaran articular un saludo el niño sacó su brazo señalando el monte y con unas palabras que más parecían un grito por el esfuerzo que vence el miedo y la timidez, le dijo
- más allá del palo de Maguey, la casa blanca – e inmediatamente se volvió a encerrar rápidamente.
El joven miró las demás casas algo desorientado por la información y en cada una de las ventanas de toda la calle, gente asomada por hendijas, escondida lo suficiente como para ser vista, miraba fijamente al joven midiendo sus pasos y sus decisiones, gatos sus ojos que esperan el último momento para saltar sobre su presa. Sobrecogido, miró la dirección que el niño le había indicado y dando la espalda a las miradas se alejó por la calle sintiendo sobre su hombro un cortejo silencioso que lo acompañaba.
Cuando niño, su padre solía trabajar con Casimiro, quien llegaba en las mañanas con las mulas que cargaban de maíz y emprendían largos viajes que dejaban días enteros la casa solitaria de voces y a su madre oteando la ventana ante la pasada de cualquier recua de mulas.
Al poco tiempo de caminó, sus pasos encontraron una casa enorme y derruida que evidenciaba antiguas glorias, las paredes cuarteadas dejaban entrever el ladrillo viejo, dos sólidas e imponentes columnas sostenían un pórtico que cubría toda la fachada.
- don Casimiro – gritó por la hendija de una ventana rota preguntándose si alguien podía habitar aquel lugar olvidado. Se acercó a la puerta y golpeó gritando de nuevo el nombre. Una pequeña algarabía de multitud disgustada respondió al instante su golpe y en desorden, como si dormidos estuvieran y el llamado los hubiese despertado, se acercaron con velocidad a la puerta. El joven al escuchar el murmullo de estampida se alejó apresuradamente un par de pasos listo a recibir aquel tropel de personas pero en la puerta finalmente sólo se asomó el rostro gris de un hombre joven con una barba delgada que le llegaba hasta el pecho.
- ¿Se encuentra don Casimiro? - Preguntó con apenas un hilo de voz después de superar la sorpresa del momento.
- Mi padre murió hace tiempo, qué quiere – respondió con voz áspera y cortante desde la puerta, apenas asomado el rostro.
El joven se acercó nuevamente tratando de vislumbrar rostros en la penumbra que de abría tras la puerta, al ver este gesto el que estaba en la puerta la cerró aún más con lo que sólo una parte del rostro se asomaba.
- El nombre de mi padre era Jacinto, vivíamos aquí hace ya mucho tiempo… era amigo de su padre…
El hombre tras la puerta permaneció en silencio durante algún tiempo, sólo mirándolo al rostro, con la misma mirada inquisidora del viejo del caserío
- váyase, aquí no tiene ningún negocio - espetó tras la puerta mientras ésta se cerraba de un portazo.
- Espere - gritó lanzándose inútilmente para impedir que esta se cerrara – por favor, ayúdeme, no sé con quién más hablar… sólo quiero entender qué sucedió con mi padre, saber si aun vive… revivir el pasado.
Tras la puerta sólo el silencio.
- por favor, sé que me escucha, ayúdeme.
- ¡váyase! - le repitió un grito tras la puerta.
Dudo un poco pero al final decidió alejarse, caminó sin dar la espalda a la casa, esperando un rostro furtivo asomándose por alguna ventana, esperando algo que detuviera su marcha y le diera algo para no terminar su viaje sin haber iniciado; pero nada sucedió, la casa, de nuevo sin su presencia, recuperó su estampa sólida de abandono sin tiempo.
Regresó nuevamente al camino y recordó el momento en que Casimiro le entregó el machete ensangrentado a su madre y ella sin preguntar entró en casa, empacó las cosas y huyó del pueblo llevándolo de la mano. Cuánto de su madre reconocía en estos hombres oscos y silenciosos, cuanto de fantasma atemorizado, de negativas sin mediaciones, de silencio.
Era medio día, acabó las pocas viandas que traía en su mochila, siguió el camino que lo alejaba del caserío y se internó en la maleza esperando encontrar el campo de maíz del que habían recuperado el machete. Cuando niño, todos los caminos llegaban  al campo de maíz, de enormes plantas verdes, cubriendo el horizonte se abría en granos de mil soles. Oropan de coger decía su padre y el pueblo era alegre y festivo en la prosperidad de la tierra.
Si bien el tiempo todo lo cambia, no dejaron de encontrar sus pasos un campo de amarillo ocre cuyos lindes se perdían en la distancia; todo era palos de maíz seco, altos como un árbol; Hileras e hileras de un amarillo petrificado, un bosque muerto que sólo cobra vida con el viento. En la prosperidad, la producción cubría bodegas y bodegas, granjeaba riquezas nada despreciables, siempre el maíz en su extensión de horizonte inmóvil pero nunca los señores, nunca la casa que señoreaba aquellos campos ¿Quién comandaría aquel ejercito de recolectores? De niño nunca vio la casa o escucho el nombre de los dueños pero aquel terreno debía tener límites y estos límites un nombre, la casa estaría de seguro en alguna parte y allí, tal vez, era su última esperanza, le dirían algo acerca de su padre.
Subió a una roca y miró el desorden de plantas secas que se perdía a lo lejos, sabía que cuando caminase dentro no podría ver más que los diez chamizos que lo rodeaban, la casa no aparecía por parte alguna, decidió tomar camino al norte, a Monte María, el pueblo más cercano, de no encontrar la casa llegaría de seguro al poblado.
Cada tanto de camino miraba el sol y dibujaba su curso en el cielo para estar seguro de ir en dirección correcta, y pese a su caminar constante, el camino continuaba y continuaba, bajo el duro sol pronto sus ojos enceguecidos empezaron a arder por el dorado reflejo del maíz, bajo las duras ramas sus brazos cada vez más cansados de abrirse camino querían encontrar un final, no imaginó que caminaría tanto, dudo en seguir pero pensó que ya poco camino le faltaba así que siguió, obsesionado con la esperanza de encontrar la historia de su padre entre aquel amarillo ocre que escondía una casa.
Sin embargo, el camino infinito y el sol que ya comenzaba declinar, se sentó a la sombra de los palos secos, chupó su cantimplora y descansó por algunos minutos. Divagó sobre el motivo de su viaje y casi le dio la razón a su madre que tanto le insistió para que no regresara a aquella tierra de muerte.
Una voz primero, más bien un susurro comenzó a colarse por entre los maizales, el hombre se puso en pie y miró con ojos bien abiertos la dirección de la venían los murmullos a la vez que metía su mano en la mochila y asía con fuerza su cuchillo. De un murmullo siguió otro, y luego otro y uno más de hombres y mujeres que parecían secretearse a su alrededor.
- Buen día - dijo en tono alto y los murmullos se acallaron por unos instantes. Caminó en dirección a las voces
- disculpen si me metí sin permiso pero no vi a nadie a quien preguntarle - hubo silencio y una corta pausa, de pronto, como cuando se sube el volumen de una radio mal sintonizada, los murmullos se intensificaron amenazantes, voces y voces saliendo de todas partes cada vez murmurando con mayor ahínco palabras indescifrables; el joven retrocedió como empujado por la algarabía y las voces se acercaron más; caminó de espaldas algunos pasos y las voces lo siguieron cada vez más punzantes, ya no en murmullos sino en gritos que enrarecían el ambiente. Un miedo profundo de frío en los huesos lo hizo correr, un temor de pesadilla que se acrecentaba al sentir las voces rozándole la espalda lo hizo olvidarse del sol, de su ruta, de su propósito, un solo correr buscando abrigo, de ojos desorbitados buscando una salida, un escape del amarillo y de las voces.
El sol ya encontraba la noche cuando su frenética huída halló un claro en el que se asentaba una enorme casa en ruinas, continúo corriendo preso del delirio a través del claro con la firme intención de llamar a la puerta para pedir auxilio. Sólo al llegar al rellano de la casa y ver que la puerta, apenas sujeta de los goznes superiores, se bamboleaba al vaivén del viento, se percató que las voces habían quedado atrás y que la casa era un cúmulo de madera chirriante y mohosa a punto de regresar al suelo.
Retrocedió repelido por la inhabitabilidad del lugar y vio en toda su dimensión una casona inmensa, de alto techo y vidrios rotos. Las voces habían quedado atrás y ya habituados sus oídos al estruendo del tropel en su espalda, el silencio le pareció solidificarse anunciándole rotundamente que era el único ser viviente en aquellos parajes. Miró el maizal mudo y rígido, miró la casa en ruinas, estaba demasiado turbado, sus manos temblaban y por un instante sintió que todo era un sueño, una pesadilla y que en cualquier momento despertaría, de veras lo ansió pero la realidad se amontonaba inefable ante sus sentidos. Miró el sol que ya despedía sus últimos rayos violáceos convirtiendo el amarillo del maíz seco en un apacible mar rojizo. Pronto llegaría la noche, no tenía más alternativa que pasarla allí, no quería en la oscuridad enfrentarse de nuevo a las voces, no lo soportaría.
Ya recuperado el aliento, temiendo perder los últimos rayos de luz, penetró en la casa; lo primero que lo sorprendió fue ver los muebles, todos pudriéndose con la estructura misma, como si sus dueños hubiesen huido desesperadamente sin poder llevar nada consigo, como si la casa siempre hubiese sido así, hecha para el olvido. Caminó por un amplio salón hasta las escaleras, quiso subir hasta la parte más alta para divisar el horizonte, su sensatez no renunciaba a ver los rostros que encarnaban aquellas voces.
La escalera desembocó en un amplio corredor por el que, a lado y lado, aparecían los numerosos cuartos de la casa. El interior de cada habitación conservaba los muebles, las camas aún tendidas, espejos enormes que alguna vez reflejaron a sus habitantes. Al final, el corredor desembocaba en una amplia terraza, desde allí observó la planicie inmisericorde de maíz recalcitrado por el sol que se perdía en la distancia hasta una montaña verde y diminuta que marcaba sus límites en el horizonte. Aun vivo en su mente el miedo de las voces, no queriendo encerrarse en habitación alguna, se dispuso a pasar la noche en aquella terraza, atenazando su cuchillo con violencia, acurrucado en un rincón, sin intensión de pegar los ojos ni por un instante.
Buscó en su mochila la cantimplora y con la otra mano apretó fuerte el cuchillo, el cansancio se había acentuado en su cuerpo que le dolía por el esfuerzo y la tensión vividos, bebió el último sorbo de agua que saboreó con júbilo. Noche oscura y silenciosa como no había visto se abría frente a él, ni un sonido rompía aquel silencio que podía ser cortado por la hoja de un cuchillo sobre el viento, ni un animal surcando el cielo, una planicie desmedida que se perdía en la distancia y la penumbra.
Durante algunas horas permaneció atento, con los ojos abiertos a los chirridos de la vieja madera, atenazando su cuchillo como un pacto contra el miedo; pegada su espalda contra la pared, trancada la puerta de la terraza con algunos muebles, apenas si quería respirar para no romper con el silencio penetrante de la noche. Pese a su deseo de no dormir se encontraba débil por las emociones sentidas, por no haber comido bien desde la mañana, por no querer recordar lo sucedido, el cansancio terminaría venciendo, se fue empozando en los ojos como un pesado manto que va envolviéndolo todo y sumiendo en penumbras el presente. Después de algunos sobresaltos por los sonidos de la casa, pronto terminó acostumbrandose al continuo gemido de la madera sometida al viento y cayó vencido por el sueño, una transición de la oscuridad de la noche a una oscuridad aun mayor en su conciencia.
No bien, imágenes de un pasado que ahora parecía remoto, irreal, desfilaban por su cabeza, un ruido en un extremo de la terraza lo despertó sobresaltado. Sus ojos abiertos de par a par encontraron una presencia que se acercaba con lentitud y en silencio hacia su persona, se puso en pie y sacó su cuchillo a la noche haciendo esfuerzo por entender la forma de aquello que venía, la imagen que primero era niebla o humo, cada vez más cerca iba tomando forma humana primero y luego definido cuerpo de mujer joven, de cabello rizado, color castaño como la tierra seca, hermosa presencia apenas vestida con una tela que permitía intuir lo voluptuoso de sus formas. Continuó caminando hasta estar a un palmo de su cuerpo, exhaló un tenue olor de rocío y papaya madura que inundó sus sentidos; se sintió pleno en la soledad y su cuerpo vibró como una cuerda tensa que es tocada y quiere liberase en música. Unos ojos felinos se clavaron en los del joven quien no pudo pronunciar mayor palabra que el sonido del cuchillo cayendo al suelo. Su temor había desaparecido, el calor de la carne en punta le subía hasta las mejillas.
- ¿Eres la noche? – pregunto ella al final de un silencio que pareció de siglos.
- Soy la cimiente del sol – respondió él, apenas consciente de sus palabras. Ella delicadamente tomó su mano y los labios se juntaron en los labios, se abrazaron primero con ternura y luego como el fuego se alimentaron uno del otro con desesperación, con temor infinito de separarse, frenéticamente sus cuerpos se juntaron en la oscuridad sin rostro preñada de fuerzas que buscan poseerse en silencio.
Cayó profundamente dormido con su rostro envuelto en sus cabellos, soñó que corría por el campo de maíz huyendo de las voces, pero esta vez, ya era de noche y las voces lo continuaban persiguiendo hasta la casa, si bien no veía los cuerpos, las voces siempre estaban sobre su hombro, como un escalofrío continuo en la espalda. Corría preso de un delirio de pesadilla, tumbando cosas a su paso, escondiéndose y siendo encontrado, corrió hasta que sus pasos quisieron enfrentar la noche y al salir por la puerta trasera, tropezó enredados sus pies con algo en el suelo. El golpe de su rostro en el suelo lo silenció todo, aturdido buscó a tientas aquello que se enredaba en sus pies y descubrió sobresaltado que era un cuerpo, hecho ya huesos, con una ropa que intuyó era de su padre.
Despertó con un gemido y sus ojos encontraron con dolor que ya era día, se supo en una cama, cubierto por cobijas, algunos segundos le costó recordar en donde se encontraba y toda la comodidad que sentía se vio trocada en horror cuando se vio desnudo en una cama de las habitaciones por las que había pasado el día anterior para llegar a la terraza. Lanzó las cobijas y al ponerse de pie de un salto encontró en su cuerpo el moho y el polvo de la humedad que años de abandono habían acumulado sobre los tendidos. En la cama, junto al lugar en el que él había dormido, yacía un espantapájaros relleno de paja y tusas de mazorca, vestido con la misma ropa que había visto en el sueño. Salió al pasillo, caminó hasta la terraza, la casa estaba sumergida en el mismo silencio de barco a la deriva del día anterior, de la mujer no había rastro alguno, tampoco de su ropa, regresó al cuarto y no encontrando más ropa que la del espantapájaros, se la quitó a zarpazos y se cubrió con ella. La ropa parecía no tener los años de la casa, estaba en buen estado, se colocó los zapatos que tenía amarrados el espantapájaros y salió de allí con afán de encontrar la claridad del día.
Trató de pensar que todo había sido un sueño y que su cansancio lo llevó hasta esa cama pero sabía que ello no era ni remotamente posible, temió estar loco, preso de algún delirio, dudo de sí y de su pasado, creyó perder las luces y se sentó sobre la hierba, el miedo profundo le calaba otra vez los huesos, no había comido ni bebido nada desde el día anterior, se sintió solo, más solo que nunca y quiso que todo terminara allí, que las voces volvieran e hicieran con él lo que quisieran, pero sólo vivía en aquel claro el silencio profundo de la llanura impasible que se abría ante sus ojos. Recordó entonces los huesos de su sueño, bordeó la casa hasta la parte trasera y reconoció que todo era idéntico a como él lo había visto. Caminó con premura hasta el lugar en que sus pasos habían tropezado y allí encontró de nuevo los huesos, ahora sin ropa alguna.
El sol aún se encontraba lejos de su centro y un silencio de sopor inundaba su cabeza. Miró la extensión sin límites y supo que su destino era volver, sin importar lo que sucediera, debía regresar por donde había venido, retornar a su casa, escuchar la risa de su hijo, sentir la claridad de su mujer, apostar por ello; se santiguó, rezó con una devoción que no conocía en su corazón, pidió con un nudo en la garganta por su familia y se lanzó al maizal en busca del camino de regreso.
El retorno fue hacia el sur, si bien las voces lo habían desviado de su ruta y no estaba seguro de la ruta que había decidido, no se le ocurría otra opción.  No tenía ya su cuchillo, ni su mochila, ni siquiera su ropa, caminaba esperando a cada paso escuchar las voces, no quería descansar temía que ello convocase las voces como el día anterior había sucedido. Su cuerpo estaba débil y sol era cada vez más fuerte sobre su cabeza, sentía como palpitaban las venas en su cabeza, como sus labios tomaban la apariencia del bagazo seco del maíz, un ligero temblor en las manos y un arrastrar de pies queriendo detenerse lo acompañó todo el tiempo, en su mente, fija, la imagen de su familia como un talismán. Cada tanto miraba el surco del sol en el cielo para trazar la ruta, cada tanto miraba a su alrededor esperando que las voces estallaran en ruido y lo arrastraran para siempre pero nada de ello sucedió, caminó todo el día y cuando el sol ya se encontraba en su cenit, el campo de maíz se abrió a otra vegetación, verde y viva, y un júbilo callado se agolpó en su corazón como cuando sobrevivimos, pese a una enorme destrucción, a una fuerte tormenta.
Sus pasos se continuaron hasta encontrar el camino que lo llevaría de nuevo al pueblo, pasó por la casa de Casimiro apenas mirándola de reojo, recordando las voces que allí habitan, esperándolas.
Ya cerca del pueblo se detuvo de golpe, sobresaltado, escucho de nuevo unas voces, pero esta vez eran de júbilo, esta vez sabía que venían del pueblo, que no lo perseguían, no por el momento. Una música desvencijada de pueblerinos acompañaba el júbilo de las voces, se acercó arrastrado por el deseo de llegar, sintió el bienestar de la compañía y se creyó a salvo de la pesadilla. Unas mujeres regordetas reconocieron su silueta en el camino y se acercaron con afán a recibirlo, pensó que su estado debía ser lastimoso para provocar tal respuesta en los que antes apenas si lo habían mirado. Lo tomaron de las manos y con sonrisas le daban la bienvenida, pronto divisó al pueblo entero como brotando de la tierra y marchando hacia él, los que llegaban querían con notoria preocupación tocarlo, como si fuese el santo milagroso de una procesión, él, entre sorprendido, débil y asustado, les pedía agua pero nadie parecía escucharlo, estaban demasiado felices de verlo, de tenerlo entre ellos como para darse cuenta de su real estado.
- ¡bienvenido Jacinto! - gritó un hombre a lo lejos, y otros lo siguieron, vítores por Jacinto brotaban de todas partes. Él, con ojos desorbitados les respondía cuan fuerte podían sus fuerzas rendidas que no era Jacinto, que era José Luis, su hijo, pero igual, a nadie parecían importarle sus palabras, sólo le estrechaban las manos, le golpeaban amistosamente la espalda y lo iban empujando por la carretera hasta el centro del pueblo. Quiso detenerse pero la fuerza del tropel era incontenible
- ¡Locos! – gritó con desesperación - ¡qué no ven que no soy Jacinto!
Pero todos seguían empujándolo, llevándolo a un camión que tenía las puertas abiertas, forcejeó, hizo el último esfuerzo con los ánimos que le quedaban y con las manos se detuvo ante el camión
- ¡Déjenme en paz! – gritó mirando el tropel a los ojos. Las personas se detuvieron y lo miraron algo sorprendidas, de pronto, con el rabillo del ojo, alcanzó a ver un mazo en alto que se dirigió con velocidad y fuerza a su cabeza, eso fue lo último que vio antes que una luz blanquecina le nublara los ojos.

La algarabía de las voces lo despertó, la cabeza le pesaba demasiado, no podía levantar el mentón de su pecho, vio su camisa llena de sangre y entendió que venía de su frente. Las personas al verlo despierto lanzaron vivas, todos rieron, muchos aprobaron su mirada empuñando botellas de licores varios. Enceguecido por la brillante luz del sol sobre el rostro, le costó trabajo entender en un principio donde se encontraba pero pronto reconoció el amarillo ocre del campo que se extendía por kilómetros en el horizonte. Sintió un nudo en la garganta de lágrimas y desesperación, quiso gritar pero estaba muy agotado, quiso moverse pero cobró súbita conciencia de que se encontraba atado a un tronco, sus pies reposaban en una saliente del tronco lo que lo elevaba por sobre las cabezas de los que lo observaban. Bajo él, ramas y troncos se agolpaban en forma de círculo y entendió con tristeza y resignación su destino. No lejos del lugar en que se encontraba, un hombre hablaba mientras vivamente lo escuchaban los que estaban a su alrededor, una hoguera ardía detrás de él. El hombre se acercó finalmente a la hoguera mientras un cortejo de gestos y posturas solemnes lo acompañaban, tomó una antorcha encendida y gritó mientras se acercaba a José Luis
- ¡La vida, debe transmutarse para continuar siendo!
José Luis, ya viendo su final, imaginó el rostro de los que ama cuando supieran, si es que algunas vez saben algo, miró el poniente y algo llamó su atención, un punto rojo entre el amarillo se acercaba frenético, pronto reconoció que era cabello, como el de su padre, se sorprendió aun más cuando reconoció un cuerpo de hombre vestido igual a él que desenvainaba un machete y empezaba a blandirlo en aquellos que querían detener su carrera, el hombre se batía con fuerza pero eran muchos los que querían detenerlo; mientras a lo lejos se luchaba, el hombre con la antorcha continuaba inexorable su camino hacia él como si nada más sucediera. Cuando encendió las ramas secas a sus pies, el hombre del machete fue derribado y entre los gritos de los golpes que suplicaban el perdón reconoció a su padre, tal cual el último día que lo había visto con vida, las armas de los muchos se descargaban en su espalda hasta que el cuerpo no volvió a moverse. El fuego ya cobraba vida a sus pies y el humo comenzaba a sofocarlo, José Luis no quiso entender nada, no quiso pensar en nada y se entregó en silencio a la muerte, vio por entre las briznas del chamizo encendido que arrastraban el cuerpo de su padre a la casa y recordó lo que su padre le había dicho la primera vez que en la noche vio luciérnagas
- Son pedazos de estrellas extraviadas en la noche.


viernes, 4 de diciembre de 2009

INSOMNIO

Su cabello se hizo de fuego cuando presintió el cataclismo sin embargo caminó con la cabeza gacha y las manos dentro de sus bolsillos porque supo que aquella predestinación nefasta le traería el dolor más grande que un hombre pudiese soportar. Al entrar a la cabaña macilenta escuchó como al fondo se quejaba aquella mujer por la que todo hubo abandonado y por la que todo hubo dado. Sabía que moriría porque ni siquiera lo reconoció al verlo delante de la cama desvencijada. Con amargura sonrío y creyó haberle dicho tranquila, todo estará bien, pero de su garganta solo nacía el espanto como un gruñido de perro herido. Se acercó lo más que pudo y tomó una de sus manos sintiendo como el frío abominable de sus huesos le penetraba hasta el alma. Al mirarla fijamente a los ojos y al encontrarlos vidriosos y perdidos se sumió en una tristeza tan profunda que lo único que atinó a hacer fue a quitarle lentamente la ropa y quitársela él. Al quedar desnudo se dio cuenta que todos los bellos de su cuerpo habían cambiado de color y ahora parecían una hoguera inapagable. Al divisar en la mesa una botella de ron se dirigió hasta ella y bebió gran parte de su contenido. Su mujer tiritaba tendida en la cama desnuda por el frío y al verlo venir levemente abrió sus brazos y sus piernas, él que apenas podía caminar por el peso de las culpas y de las tristezas se dio cuenta que no sufriría una erección así no más y recordó el día en que ella, la que se postraba moribunda bajo su cuerpo, le pidió el favor de hacerle el amor mientras moría y si no podía en aquel preciso instante debería hacerlo recién muerta.
La conoció con una máscara puesta el día del carnaval de su pueblo en conmemoración a los muertos. Bailaron pasada la media noche, después del toque de la campana y se enamoraron ciegamente ya que se vieron los rostros húmedos y deshechos por el placer la mañana siguiente en que por fin se quitaron las máscaras y aunque los pronósticos de ese amor desigual y perfecto era terminal, lucharon en contra de los prejuicios y de las dignidades ajenas para hacer de sus vidas un espacio bello en el universo y de sus cuerpos unos momentos eternos de la felicidad. Así fue como él recurrió a la magia negra y por ser anciano de nacimiento venderle su alma al espíritu inmundo y maligno de Asmodeo (“En el libro de Tobías aparece el nombre de un demonio: Asmodeo (del persa Aaesma daeva) que significaría "espíritu de cólera") quien le concedió el don de la juventud siempre y cuando mantuviera viva la llama de la existencia, ya que nada encolerizaba más a este espantoso demonio que el devaneo o el desgano por la vida y antes de ella su vida, la de él, era una vida pueril y triste que se sumergía se hondonadas de espanto por el temor a la vejez y a la soledad como consecuencia de su ser. Así que cuando Asmodeo realizó el encanto le dejó claro que el día en que perdiera su gusto por la vida su corazón dejaría de segregar sangre, pero que seguiría vivo por toda la eternidad llevando el color de su sangre en la cabeza para que sintiera cuan siniestro es llevar el corazón del hombre a vista de todos los demás hombres, él en aquel momento lloró de la felicidad por ver su sueño cumplido y al mirar su reflejo en las aguas del río sintióse de nuevo joven y feliz por poder brindarle su vida a aquella hermosa mujer que le entregó su conmiseración y cariño.
Enfermó el día en que él se quedó embriagándose en el prostíbulo del pueblo ya que le estuvo esperando por varias horas durante la madrugada en el umbral de la cabaña, así que una fuerte tosferina le atacó directamente en los pulmones arrojándola a la cama de donde sabía no se recuperaría. Al regresar a la casa, ebrio y agitado, la desnudó nuevamente y la sacó a la vereda para gritarle improperios como “ramera o bruja” y ella llorando y tosiendo por la tos y el espanto le miró a los ojos y le decía que le amaba. Al despertar su mujer se encontraba delirante hirviendo por la fiebre, así que se levantó y corrió hasta el bosque donde invocó a Asmodeo para que le ayudara a lo que saliendo del fango el demonio le dijo ahora eres un fantasma y nadie podrá ayudarte divagarás por las calles y nadie sabrá quién eres, solo se verán tus cabellos resplandecer con su color rojo por donde vayas y será ese tu castigo, él se dio media vuelta y salió corriendo por entre los campos de trigo sintiendo que no solo le perseguía el demonio sino la muerte y la desilusión y que su lucha no era en contra de su destino que ya estaba escrito sobre las rocas más profundas del volcán que se alzaba en la lontananza sino en contra de la desventura de querer luchar en contra de lo irremediable y que por solo un poco de felicidad hubo desperdigado toda su eternidad. Al llegar al pueblo todo fue como lo predijo el maligno y nadie le veía y traspasaba las paredes y cuando hablaba nadie le escuchaba.
Todos en el pueblo vieron correr entre los campos de trigo a aquel hombre de cabellos de fuego que se dirigía moribundo al pueblo a buscar al médico para que le salvara del insomnio.